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EL CEREBRO ADICTO

NO a todas las personas les detonará el Cerebro Adicto.

  • No todos los que beben se vuelven alcohólicos ni se convierten en borrachos profesionales.
  • No todos los que comen ultraprocesados desarrollan un trastorno de la conducta alimentaria (TCA).
  • No todos los que se enamoran, se obsesionan.

Pero hay quienes sí.

¿Por qué? ¿Genética caprichosa? ¿Ambiente caótico? ¿ Heridas emocionales cortesía de la infancia? ¿Una mezcla a lo cóctel molotov? ¿Todo junto, agitado y sin filtrar?

Aunque no hay una fórmula única, sí podemos agruparnos según nuestro nivel de vulnerabilidad adictiva.

No se trata de etiquetarnos (aunque las etiquetas a veces nos ayudan a no sentirnos tan solos en el caos), sino de entender cómo cada cerebro negocia con el placer, la necesidad… y el bucle infinito de la repetición.

1. El Cerebro Social.

El ejemplar zen.

Ese que fuma un cigarrillo en una fiesta y luego se olvida que fuma.

Bebe una copa y no necesita otra.

Come hasta saciarse y puede dejar comida en el plato, sin que le hablen los restos desde la cocina.

Tiene en casa chocolate, helados, comida basurilla… y siguen ahí. Intactos. Como si fueran parte de la decoración.

Este cerebro disfruta sin quedar atrapado.

El sistema de recompensa responde con elegancia. Siente placer, sí, pero no queda poseído. Un equilibrio zen, versión dopaminérgica.

2. El Cerebro Dañino.

El funcionalmente disfuncional

Aquí ya empiezan los enredos. Comida, alcohol, sexo, ayuno, hiperproductividad… todo vale como vía de escape.

No es una adicción como tal, pero sí un vaivén desgastante.

El equilibrio no es innato, se conquista a base de esfuerzo y autocuestionamiento en voz alta.

Riesgo de cruzar la línea: medio-alto. A veces la cruzas, a veces no.

3. El Cerebro Adicto.

Aquí no hay control, hay supervivencia disfrazada de exceso.

Y no, no es falta de fuerza de voluntad. Es que tu cerebro tiene el botón de “más” atascado.

El núcleo accumbens (ese fiestero dopaminérgico) libera placer como si no hubiera un mañana ante ciertos estímulos.

Y tú, claro, quieres repetir. Y repetir. Y repetir…

Pero ya no lo haces porque te gusta. Lo haces porque lo necesitas.

Y por que si no lo haces, aparece ese vacío existencial que ni diez gurús de Instagram pueden llenar.

El cerebro adicto no es vicioso. Es un anestesista mal entrenado.

No sabe calmar el dolor con palabras suaves, así que lanza sustancias, comportamientos y autoengaños como si fueran analgésicos mentales.

Estudios de neuroimagen (gracias, Volkow) muestran que el cerebro adicto deja de responder a los placeres normales: un abrazo, una conversación, una puesta de sol, un amanecer y se vuelve esclavo del objeto de su adicción.

Lo que antes era una alegría… ahora es una obligación.

La corteza prefrontal, esa parte racional que te decía “no lo hagas”, queda reducida a la voz de fondo.
El sistema límbico —emocional, impulsivo, melodramático— toma el mando y dice: “¡Vamos otra vez!”.

Y tú, obediente.

No porque seas débil. Porque estás atrapado.

Esto no es un mal hábito. Es una invasión.

Y el enemigo va por dentro. Eres tú. Tus pensamientos. Como te hablas.

Una enfermedad del cerebro, con consecuencias del alma.

La adicción no es solo una cosa del cuerpo. También es del alma, de esas zonas donde la lógica no entra.

Sí, es física, pero también emocional, mental, social y espiritual con resaca.

No afecta solo a lo que haces. Toca quién crees que eres.

Se lleva la paz como quien se lleva el último trozo de tarta, y deja ansiedad, culpa y un bonito agujero existencial.

Y no, no es solo cocaína o alcohol.

También tenemos las adicciones “elegantes”: comida ultraprocesada, azúcar, pantallas, productividad, drama, relaciones imposibles (hola, codependencia).

El azúcar, por ejemplo, activa el cerebro como si fuera una sustancia ilegal.

Un estudio de 2013 mostró que los alimentos con alto índice glucémico estimulan el núcleo accumbens igual que la cocaína.

¿La diferencia? La cocaína no está en el desayuno de tus hijos.

Y ojo: no hablo del azúcar de la fruta o la miel del campo.

Hablo del refinado. El que se esconde como espía soviético en el 90% de los productos del supermercado.

Estos alimentos no nos nutren.

Nos vacían… y luego nos piden otra ronda. Y otra más, y ya sabes, el botón de ya es suficiente, está bloqueado.

Celebramos con dulces. Calmamos a los niños con chucherías. Nos premiamos con comida porque el abrazo no entra en oferta.

¿Y si probáramos con besos? ¿Con dormir más? ¿Con un “te quiero” a tiempo?

La trampa silenciosa de los Tca.
(transtornos de conducta alimentaria)

Los Trastornos de la Conducta Alimentaria no solo son problemas de comida.

Son formas sofisticadas de adicción.

    • La anorexia: adicción al control, al hambre, al poder de no necesitar.
    • El trastorno por atracón: adicción al llenado, al volumen, al anestesiar con comida. A calmar lo que no se nombra.
    • La bulimia: adicción a purgar, ya sea vomitando, con exceso de ejercicio o ayuno. A limpiar el dolor a escobazos

No se trata del cuerpo. Se trata del alma buscando refugio. De calmar el caos interno sin que se note demasiado.

Cuando la adicción está activa, la vida real pasa al fondo.

El foco está en el próximo impulso, la próxima dosis, la próxima excusa, el próximo ritual.

Todo lo demás se aplaza. La vida entra en pausa. Incluso tú.

El reto de Reconfigurar el Sístema.

No, no hay un botón de “reiniciar”. Lo siento. Esto no es un iPhone.

Pero sí se puede recablear el cerebro. Sí hay esperanza.

Con tiempo, con acompañamiento, con autoconocimiento (ese tan incómodo al principio) y nuevas conexiones neuronales que no estén programadas para la autodestrucción. Con amor propio porque habrán muchas recaídas.

Creando nuevas neuroasociaciones.

La idea no es dejar de querer sentirse bien.

Es buscar otra forma que no implique hundirte.

Porque detrás de toda adicción hay eso: una necesidad desesperada de dejar de doler.

Nadie se hace daño porque le gusta sufrir.

Nadie repite compulsivamente porque le parece divertido.

Todo eso es un intento de sobrevivir… con las herramientas que se tienen.

El cambio no empieza con la culpa.

Empieza cuando dejas de castigarte y empiezas a comprenderte.

No es una excusa. Es una puerta.

Y tú decides si la abres… o sigues fingiendo que no está ahí.

Y tú, ¿cómo te hablas cuando repites algo que te daña?

¿Te castigas? ¿Te compadeces? ¿Te escondes hasta de ti mism@?

¿Reconoces lo que haces… o haces como que no lo ves?

Tal vez no tengas una adicción evidente.

Pero… ¿y si hubiera algo que haces para calmarte, que ya no te calma?

¿Una rutina que repites no por placer, sino por inercia o miedo?

¿Un vínculo que no puedes soltar?

¿Un hábito que te tiene agarrad@? …

Este post no pretende señalarte (eso ya lo haces tú sol@).

Solo quiere abrirte puerta.

La del espejo. Que te lleva a mirarte con más verdad… y más ternura.

Porque sanar no es dejar de tener heridas.

Sanar es poder verlas… sin huir.

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